miércoles, 28 de septiembre de 2011

Ana



Ana tenía 22 años cuando descubrió que empezaba a quedarse ciega. Le habían diagnosticado un tipo anómalo de glaucoma inoperable que la condenaría a una pérdida paulatina de la visión. El glaucoma  afectaría primero a su vista periférica y poco a poco, Ana acabaría quedándose completamente ciega.

Al contrario de lo que se podría pensar,  Ana no se achantó lo más mínimo ante la fatalista perspectiva. Continuó haciendo su vida como siempre lo había hecho. Continuó estudiando medicina, su gran pasión, con más ímpetu si cabe que antes. Parecía como si mentalmente supiese los días que le quedaban para ese ineludible oscuro ocaso y quisiese leer y retener en su memoria la mayor cantidad de libros que le fuera posible.

Cuando no estaba delante de un libro, la podías ver ensimismada en cualquier parte de la ciudad, observando detenidamente el paisaje que la rodeaba. Ana podía tirarse horas en un parque, contemplando los árboles, los pájaros o a la gente pasear. A veces, se plantaba enfrente de mí, y cerrando los ojos empezaba a palpar con sus manos mi cara. Lo hacía sonriendo, y de una forma tan dulce que yo me derrumbaba y de los ojos se me escapaban unas lágrimas que ella recogía con sus manos al mismo tiempo que abría los ojos y cambiando el gesto a triste decía:

- Carlos, mi amor, no llores, quiero guardar en mi memoria esta carita tuya que me enamoró, para que siempre pueda tocarla y verte como te veo ahora, porque yo te voy a ver siempre, ciega o no, tan perfectamente como te veo hoy.

Ana nunca perdió la alegría ni las ganas de vivir y eso que con el tiempo, su falta de visión periférica fue siendo palpable. Ana debía girar siempre la cabeza, y mirar los objetos y las personas completamente de frente, ya que su vista lateral era ya prácticamente nula. Ni aún así perdió su sonrisa. Si tenía algo que decirte, se ponía completamente delante y lo decía.  Y tú no podías moverte hasta que acabara. A veces bromeaba diciendo: “puede que ahora me hagáis más caso todos, porque cuando os hable, os voy a tener que cortar el paso y no os quedará más remedio que escucharme”.

Ana no perdió su sonrisa hasta el día que tuvo que abandonar los estudios. Una pérdida de visión que ya rondaba el 80%  la obligó a dejar la universidad. Fue un duro día para ella, porque si por algo se caracterizaba Ana, era por un ávido afán por saber y su pasión por la medicina. Yo me sentía furioso. Furioso con esa estúpida enfermedad e irónicamente también me sentía furioso con esa estúpida medicina que ella amaba que no era capaz de encontrar una solución. Pero sobre todo, me sentía furioso e impotente conmigo mismo por no poder ayudarla de ninguna manera. Un día comprendí que yo podía jugar un papel importante en esta historia.

Llegué a casa y la encontré sentada en un sillón mirando por la ventana. La luz del exterior iluminaba de lleno su cara, y ella parecía absorber esa luminosidad con esa misma ansia que demuestran esos niños hambrientos cuando reciben la comida humanitaria y la devoran con avidez. Allí estaba ella, recibiendo extasiada aquella luz otoñal de finales de septiembre. Luz que por aquellas fechas, era ya casi lo único que podían percibir sus ojos enfermos. La abracé cariñosamente y le susurré al oído: 

- Ana, tú no vas a dejar tus estudios. No vas a dejar la universidad. Vas a seguir asistiendo a clase, aunque solo sea a las clases teóricas, y en casa, yo seré el que te recite todos los libros y apuntes una y otra vez para que puedas memorizarlos y así asistir a tus exámenes. 

-  Tú, con lo poco paciente que eres, y lo poco que te gusta la medicina, ¿vas a leer y releer mis libros para que yo los aprenda? – preguntó ella torciendo el gesto.

- Los recitaré día y noche, con tal de que tú seas feliz y puedas continuar tus estudios y doctorarte.

Y así empezó una nueva etapa de ilusión cuando ambos creíamos que estaba todo perdido. Yo volvía de clase y  me sentaba con ella en el salón a leer en voz alta los libros y apuntes de una infinidad de asignaturas con miles de palabras inteligibles e impronunciables. A veces me trababa con alguna palabra de dicción imposible y ella riendo la completaba y me incitaba a continuar. Mientras recitaba el temario, me fijaba en su cara. La expresión de Ana denotaba una felicidad absoluta y un afán desmedido por querer seguir escuchándome. Ponía sus 4 sentidos restantes a la entera recepción de mi locución. Sin duda, era una alumna excepcional.

Ana se doctoró en medicina con la nota más alta de su promoción y por motivos evidentes, nunca pudo ejercer en la especialidad que a ella le hubiera gustado que era la neurocirugía. Aún así, continuó sus estudios en este campo y hoy en día se la considera una erudita en dicha materia. En la actualidad, es catedrática en la “Medizinische Fakultät” de Berlín y es reclamada por universidades e instituciones de todo el mundo para conceder charlas y conferencias. 

Todavía hoy, sigo a su lado, leyendo y recitando para ella de vez en cuando, aunque hace ya mucho tiempo que Ana aprendió el sistema “braille” y es totalmente autosuficiente. Pero yo me siento orgulloso de tener el lujo de poder leer a una de los médicos más importantes de nuestra sociedad. Pero sobre todo, me hace sentirme muy unido a ella. Porque al fin y al cabo, esto no es una historia sobre la ceguera, sino una historia sobre el amor y sobre lo que las personas están dispuestas a hacer en esta vida por satisfacer a quienes quieren.

Hoy, cuando estaba trabajando en mi despacho, Ana se ha acercado a mí y me ha palpado la cara cariñosamente como aquella primera vez.

-  ¿Sabes una cosa Carlos? Ahora pienso en mi enfermedad y creo que fue una maravillosa forma de quedarme ciega. Primero empecé a perder la vista lateral y todas aquellas cosas banales y esos aspectos superfluos de la vida, quedaron pronto en la oscuridad del olvido para mí. Poco a poco, mi mundo tuvo que ir centrándose en una sola dirección y cuando casi todo mi alrededor estaba oscuro, todavía podía mirar al centro y encontrar allí el halo de luz  que me guiaba, el faro que iluminaba mis pasos para no caer. Cuando casi todo mi mundo se había vuelto negro, pude ver por la última rendija de luz que me quedaba que allí seguías tú.